MOHER

Para hacer este relato, me basé en mi propia visita a los acantilados de Moher, en Irlanda, y particularmente, en la decepción que sentí cuando llegué a la torre del final y comprobé que los acantilados se extendían más allá de donde creía yo que se encontraba su término...¡Ahí va!

MOHER

Suspiraba de aire salino, de aire lleno de nostalgia de Irlanda. Habíamos llegado a aquella torre de castillo, casi al final de los acantilados de Moher, en el oeste de la isla.
Ahí, con aquel aire purificador, lo único que me apetecía a mí, con mi espíritu simple,  era levantarse, extender los brazos, cerrar los ojos y sonreír, mientras la brisa marina combinada con el frescor del césped alimentaba los sentidos... uno se evadía de la realidad, y se sentía una brizna diminuta de hierba en un prado enorme de tranquilidad. 
-Entremos a la torre-dijo Rachel Flann, con ese aire místico de fantasma que me cautivó de ella la primera vez que nos vimos en los acantilados, señalando a aquel mazacote de piedra que se erguía a nuestras espaldas.
Expresé brevemente mi conformidad y entramos. La piedra estaba adornada de un misterioso y taciturno musgo, y aquel rincón medieval olía inevitablemente a secretos del pasado.
-Pché-dije aburrido-Es bonito, supongo.
Ella, en cambio, se apasionaba analizando cada mancha enana de las piedras, cada grieta, cada figura que le sugería el musgo. Se veía en su mirada. Sonreí para mis adentros.
-¿Está bonito el musgo hoy, no?
Rió, asintiendo con un movimiento de cabeza vago y tímido, como si quisiera negar a sí misma la respuesta afirmativa. Se quedó un rato más observando, mientras yo me senté en un bloque acolchado con musgo.
-¿Seguimos hacia el final?-propuse. 
Nunca habíamos pasado de aquel punto en todas nuestras visitas, porque Rachel siempre se había negando, alegando motivos de cansancio, de lluvia o de necesidades menstruales u de otra naturaleza aún menos agradable.
-Buf, no, estoy agotada. Hace mucho que no hacía ejercicio, y la caminata, además del calorazo, me han dejado hecha polvo.
-¿Sabes qué?-repliqué asertivamente-Me parece muy bien que estés agotada. ¡Me viene de perlas! Tu te podrás quedar aquí, descansando de tu extenuación, mientras yo sigo avanzando.
Pareció ponerse nerviosa. Sus comisuras de torcieron en una mueca de sorpresa fatal, y sus ojos se abrieron como platos.
-¿Me vas a dejar aquí sola, Jay?
-Pues sí-dije yo, radiante-Siempre he querido saber qué demonios hay al final de estos acantilados, y tú nunca has querido que vayamos. Estoy har-to-silabeé, para que lo entendiese-, y satisfaré mi curiosidad solo, no por irrespeto a ti, sino por respeto a mi propia libertad.
Tras la argumentación, se volvió pálida, como si hubiera dicho una atrocidad. 
-¿Te pasa algo?
-Jay-comenzó enigmáticamente-Si vas al final de los acantilados, jamás volverás a verme.
-¡Oh, venga ya! ¡Solo será un par de horas! ¡Y te puedes quedar aquí, descansando!-lloriqueé, cansado.
-¿Seguro?-me preguntó, lentamente, como añadiendo más valor a la palabra.
-¿Por qué no iba a estarlo? ¡Nos veremos en dos horas!
-Ya te he dicho que si te vas, no me volverás a ver-rechinó entre dientes.
-No pasa nada. ¡Ya verás como se te pasa...! Sabes que no podría vivir demasiado tiempo sin ti.
-Ve, si quieres, pero sé consciente de lo que estás haciendo.
Al terminar esta frase, sonreí y la besé. Tras fundirnos unos instantes en aquel beso infinito, nos miramos a apenas dos centímetros. Me sonrió ella también, sonrojada, pero con un atisbo de tristeza, como si aquel beso fuese un signo de despediad y no de amor
 Rachel era una chica alegre y cariñosa, que veía en mi un compañero que la hiciese feliz, y yo compartía esa filosofía respecto a ella desde el instante que comenzamos el noviazgo. De hecho, creo que esta era la primera vez que la contrarié, pero ella debía saber que, antes de amante, yo era libre.
Iba yo pateando la tierra del camino que conducía al final de los acantilados, cuando vi, en un espacio más ancho, una serie de gente mirando al suelo. Con un suave y cauto empujón, me hice hueco entre la multitud, para ver qué se les había perdido a aquellos visitantes de los acantilados. Entonces la vi. Vi una placa de estaño incrustada en el suelo, que lamentaba la muerte de una tal Sophie Ann, hace unos treinta años. Había muerto por su curiosidad, al asomarse demasiado a contemplar el espectáculo del océano. 
-Pobre mujer...-suspiró una mujer mayor, a mi lado.


Tras leer el breve poema que daba final al texto, leí: 'Sophie Ann, -1963-1984'. Debajo, había una placa con el grabado de su retrato. Me costó un rato identificarlo, porque los rayos del sol reflejaban en la placa demasiado. Me horroricé, cuando reconocí el rostro de Rachel Flann.

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