Bon

Bon
Érase una vez un anciano, de aquellos de guedejas sucias y grasientas, espalda encorvada y sonrisa amarillenta. Solía vestir siempre unos pantalones de franela, una camisa blanca manchada de café y una chaqueta marrón de tweed que no se acordaba de dónde la había cogido. Este anciano nuestro vivía de la piedad de los transeúntes, que cuando encontraban tiempo le echaban alguna moneda en su vaso de plástico, la mayoría de menos de cincuenta céntimos. Él siempre les sonreía, y ellos nunca le respondían, simplemente seguían caminando. Este era nuestro hombre, aquella tarde de otoño cuando comenzaron los asesinatos.
Esta historia sucede una tarde cuya fecha no nos importa demasiado, en la que el anciano se encontraba sentado bajo la cornisa del banco nacional, ya que por ahí debía pasar más gente adinerada, con su vaso de plástico en la mano. Había perdido el anterior, y este lo había cogido de una basura que estaba a la puerta de un bufete de abogados. Nuestro anciano se acercó el vaso a la cara, con ojos hambrientos, para contemplar el interior. Había tres monedas de veinte céntimos, una de diez y lo que parecía ser un botón, que el anciano se alegró de ver ya que con él pudo arreglar el agujero en la suela que le llevaba torturando una semana. Tras haber arreglado trabajosamente la suela, se incorporó con dificultad y emprendió un paso encorvado hacia la hamburguesería a la que solía ir cuando conseguía algo. Tras unos cuantos minutos en los que venía relamiéndose el bigote, y de paso pescando algunas migas que se habían alojado en la última comida, llegó a la hamburguesería. Se plantó en el mostrador y dejó enfrente de la chica unas cuantas monedas, las de aquel día y el anterior, esperando que sumasen todas un euro.
-Dame una de un euro, por favor, hija.
La chica lo miró con una repugnancia sin disimular y tras hacer algunas operaciones en la caja registradora le tendió con recelo una moneda de cincuenta encima de la mesa, con cuidado de no hacer contacto físico.
-El cambio.
-Gracias-farfulló él, con una amplia sonrisa a la que ella replicó con una sonrisa forzada.
Tras esperar un rato, le llegó el pedido, cogió la bandeja y se dirigió a sentarse en una mesa. Tras limpiar muy pulcramente el asiento de las porquerías de los anteriores comensales, se sentó con decoro, le quitó el papel a la hamburguesa en un par de despliegues y se dispuso a zampar el primer bocado. Olía especialmente bien, a carne de vaca mezclada con pan mullido de repostería. Le hincó el diente, y una vez que empezó no pudo parar hasta que terminó. Se limpió con una servilleta y se repantingó satisfecho en el asiento. Todo iba según la rutina, cuando vio que un hombre trajeado que le había estado observando durante toda su comida se levantó y se detuvo frente a su mesa. El anciano le miró, hostil, de arriba a abajo. El hombre trajeado pareció sorprenderse.
-¿Papá?

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