PISCOLABIS DE LA ESCISIÓN III

El Piscolabis de la Escisión, ¡ha vuelto! ¿Qué se contarán estos belicistas, camorristas, oficinistas? ¡Disfrutadlo!
PISCOLABIS DE LA ESCISIÓN III

16:27-El reloj de encima del ascensor visible para todos nosotros ha sufrido estragos. Solo ha quedado viva la manecilla de los minutos, lo cual ha provocado confusión en algunos pardillos oficinescos. Marca y veintisiete, y el bullicio de la oficina ha empezado a acrecentarse: todos se apresuran para terminar sus tareas, y el jolgorio y la algarabía general son ciertamente presagios de la fiesta que hoy va a ocurrir.
16:29-Estoy guardando los papeles atropelladamente en el cajón, así como el portátil. Apago el flexo, me ajusto la nuez como si fuese el nudo de la corbata (justo después me ajusto el propiamente dicho nudo de la corbata), y miro abajo de mi escritorio, comprobando los calcetines en mis zapatos, no sea que se me vayan a comerse. Sería un auténtico fastidio lidiar con esa contingencia.
16:30-El alboroto cesa un instante, en el que se oye cerrarse un cajón. E, inmediatamente después, renace con una fuerza espartana, diría yo.
La batalla de hoy parece que va a desarrollarse menos temerosa. Esto se debe a que Susan Jenkins se ha pillado un catarro y no ha venido a por su dosis semanal de extirpación de genitales masculinos, por lo cual entre el sector varonil de la oficina reina cierto bienestar, del cual yo no me he contagiado demasiado porque todo el mundo puede darme rodilla en la entrepierna. Incluso puedo ser yo el que rinda a los machos a mis pies en posición fetal angustiosa... la cuestión es que la ausencia del Apocalipsis Jenkins no va a hacer que yo baje la guardia.
A las 16.32 horas me veo entre una pelea de bofetadas con Gigonni y Anderson, una lucha más tradicional de lo que acostumbramos. Acabo por cansarme de las mejillas coloradas y descargo un puñetazo en cada mandíbula, que los lanza de bruces contra el suelo. Salgo huyendo, y oigo detrás de mí cómo berrean como bestias y pegan patadas y tortazos, peleando entre sí, y profiriendo apelativos cariñosos a la figura materna del otro. La gente grita. ¡Se vapulea, sin piedad! La batalla de hoy es un tanto más rudimentaria, y la sofisticación de los ataques ha disminuido bastante, incluyendo la mía. Voy corriendo hacia las escaleras, braceando exageradamente, y cerrando los ojos, presa de la velocidad, cuando de repente, de entre la multitud furiosa, sale una mano con un espray, y me rocía con gas pimienta entre los párpados.
-¡Sarah!-grito, lacrimeando-¡Malnacida!
-Esta vez no te saldrás con la tuya, Towers-oigo su voz de lo que es ante mis ojos una figura emborronada riendo.-Esta vez, ¡ganaré yo, el Piscolabis de la Escisión!
Sarah Bourgh me propina un rodillazo en la entrepierna, y mientras yo me lamento en el suelo, encogido, por qué ninguna chica podía amar bien mis genitales, la oigo bajando la escalera. La puerta de las escaleras está abierta, y aún puedo ver su figura corriendo hacia abajo. Es mi ocasión. Veloz, saco un bolígrafo del bolsillo de mi chaqueta de tweed azul y lo lanzo, con todas mis esperanzas puestas en él, hacia Sarah. El bolígrafo describe una parábola danzante en el aire, y rebota sobre varios peldaños antes de alcanzar el tacón derecho de Sarah con un golpe certero. Pega un chillido como solo podía darlo ella y cae al rellano, chocando contra la pared, donde yo otra vez aplasté a Gigonni entre brillantina y caramelo. No tengo ninguna opción de perseguir la victoria, con un dolor en los testículos como este, y además, no veo nada. Yo era un sujeto agonizante, en estos momentos.
-Ay...-gimo, pero no me pude oír por los gritos de los oficinistas.
Una tromba de oficinistas comienza a correr en estampida hacia la puerta, a mi alrededor.
-¡Los bocaditos de pollo serán míos!-clama uno, con voz épica y cantarina.
-¡Más quisieras! ¡Serán míos, y tú te quedarás con las palomitas de la señora de la limpieza!
Eran una panda de animales enfurecidos por el hambre, por el ansia de gastronomía batemanesa, y me aparto a tiempo antes de que me pateen bajo sus botines, tacones y botas militares. Todo el mundo me ignora, no soy rival para ellos, pero alargo en el suelo un pie hasta meterlo en la tromba humana y desencadenar un cataclismo descendente en el que la escalera quedó alfombrada de trajeados. Era mi ocasión. Me arrastré, hasta el comienzo de la escalera humana, y rodé por encima de los cuerpos, con los gemidos doloridos de los oficinistas debajo de mí. Bajo escaleras, rellano, bajo escaleras, rellano. Voy por la planta 3, ya rodando a secas por las escaleras, pues los businessman no son eternos, cuando un calzado me pisa para impulsarse.
-¡Aaaaay!
El atacante gira la cabeza para mirar mi cara de sufrimiento, sin pararse en su bajada. ¡Es Hermenegilda, la señora de la limpieza! Aunque bajase lento, iría más rápida que yo y mi dolor genital.
-¡Púdrete, Towers!-ríe, con su voz sexagenaria.
-¡ Hermenegilda, felona fruta del comercio!-bramé, viendo como desaparecía hacia el piso segundo. Ella ganaría.
Gas pimienta. Rodillazo en las gónadas, queridas gónadas. Pisoteado. Aquel día, ganó, quién lo diría, la señora de la limpieza, la viejuna, mientras todos agonizaban en el primer rellano, apelotonados, y yo gemía de dolor un poco más abajo, en el tercero. La próxima vez... ¡uy, la próxima vez...! ¡Sabrían quién era Ken Towers...! ¡Por los que tengo ahora doloridos!

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