Esta pizza es mi hijo

Esto es lo que sucede cuando un amigo y yo bromeamos sobre adoptar una pizza, y acto seguido, unos amigos me dicen que me van a presentar a una chica que dicen que va a venir de perlas. Uno de mis textos más locos, lamento la longitud, pero la historia lo pedía. ¡Disfrutadla!
Esta pizza es mi hijo
He conocido a una chica. Lo admito. ¿Cómo es posible, Javier?, me preguntaréis. ¿Tú? ¿Con una chica? Pues sí. Se llama Sara y el otro día me la presentaron un amigo y su novia. Quedamos en un sitio del centro, tomamos unos cafelitos y tal y la verdad es que Sara y yo nos caímos muy bien.
-Si ya lo decía yo, que esa iría bien con Javi...-decía Víctor.
-Es un poquito rara pero yo creo que conectaréis-decía su novia, Raquel.
Sara me dio su número. Y, cuando nos despedimos los cuatro y nadie me pudo ver, me puse a brincar por la calle y a juntar los talones en el aire. ¡Qué alegría! ¡Qué felicidad! Pero, amigos, hubiese sido necio de mi parte creer que el trabajo ya estaba hecho. No, no; ¡no se debe bajar la guardia! Debía seguir esforzándome. Tras unos días, le pregunté a Sara si podíamos quedar ella y yo a, no sé, dar una vuelta, o lo que ella quisiese. Ella aceptó, y además me dijo que tenía algo que decirme, con lo que ya me metió la curiosidad en el cuerpo. '¡Huy, huy!, ¿le gustaré?', '¡Huy, huy!, ¿le gustaré como amigo?'. Estuve reconcomiéndome por dentro toda la semana, hasta que el viernes, finalmente, quedamos en el sitio que ella había dicho, un tranquilo parque en la tranquila zona residencial en la que vivía. Nos vimos, nos saludamos, y entonces ella se puso muy seria y me dijo que tenía algo que decirme.
-Dispara, venga-le dije.
-Verás... quiero que seas el padre de mi hijo.
-¿Qué?
-¡Quiero que seas el padre de mi hijo! ¿No lo entiendes? ¿No eras tan inteligente, Javier?
-Sí, sí, claro que lo entiendo, y además das el perfil de una chica con la que me gustaría hacer bebés, pero, no sé, me parece extraño que nos acabemos de conocer y ya me estés pidiendo eso.
Ella se quedó pensativa, con el dedo índice en los labios, y de repente se le iluminaron los ojos.
-¡Ah, es que me has entendido mal! No te preocupes, el bebé está hecho. Lo único que yo quiero es que actúes de figura paterna.
-¡Pero bueno! ¿Es el que el responsable ha huido?
-Algo parecido... el niño se llama Alberto, ¿quieres que vayamos a visitarle, para que le conozcas?
-Muy bien-respondí yo, no del todo convencido.
Caminamos un rato por el parque hasta que llegamos a unos grandes arbustos muy tupidos. 'Hemos llegado', dijo.
-No me irás a decir que tienes un bebé ahí dentro.
-Shhh... no hables alto que le vas a despertar...-replicó ella en voz baja, mientras metía sus manos en el arbusto.
Movió un poco los brazos dentro del arbusto hasta que los detuvo. Con cuidado, los sacó poco a poco hasta sacar a la luz una porción de pizza que debía tener por lo menos varias semanas.
-Este es Alberto.
La miré.
-Esta pizza... ¿es tu hijo?
-Sí. Todavía recuerdo el día en que la pedí a Telepizza... fue el único superviviente de sus hermanos.
-¿Sus hermanos?
-Sí, todos estaban allí, juntos y en armonía: Jorge, Diana, Raquel, Javier, Luis, Natalia y Roberto. Alberto fue el único que sobrevivió al hambre de mis hermanos pequeños.
Nos quedamos un rato en silencio. Yo estaba flipando. Aquello parecía legit. Aquella bella muchacha realmente se creía que aquel trozo de pizza era su hijo, Alberto.
-¿Cuántos añ... cuántos meses tiene?
-Oh, has estado a punto de preguntar por los años pero en el último momento los has cambiado por meses, ¿eh? Pues siento decirte que te equivocas, Alberto tiene dos añitos.
Abrí mucho los ojos.
-¿Cómo demonios sigue aquí después de dos años? ¿Por qué no se ha descompuesto?
Ella me miró con asco y me dijo que si yo veía que los bebés de la gente se desintegraban. Yo le respondí que no, que crecían, se reproducían y morían, y Sara, orgullosa e indignada, dijo que el suyo también. Al parecer, había vacunado a 'Alberto' contra todas las enfermedades posibles que pudiese contraer.
-¿Qué enfermedades puede tener un trozo de pizza?-exclamé exasperado.
-¡Shhhhhh! ¡Que le vas a despertar!-alzó ella un momento la voz, para luego bajarla-Bueno, le he puesto raticidas, insecticidas, repelente para perros y gatos... básicamente protección contra cualquier bestia de ciudad.
-¿Y contra los humanos?
-Alberto, aunque pequeño, sabe imponerse y nadie se atreve a tocarle.
En efecto, el trozo de pizza ya estaba en las últimas, y ni siquiera un mendigo se atrevería a tocarlo. ¡Y cuánto menos a comerlo! Aquello era como juntar polonio, cianuro y cicuta, nadie podía salir vivo tras metérselo en la boca. Santo cielo, no podía estar con aquella loca un segundo más. ¿Os imagináis que también me quiere adoptar a mí y me baña en pesticidas? Le dije que tenía un asunto que atender y la abandoné, a su suerte, y con su hijo. No quería volverla a ver.
Pero la mente es fuerte, y la carne es débil. No sé por qué, pero de repente, sentía un extraño y fuerte afecto por Alberto. Estaba tan indefenso frente a este mundo tan cruel, era tan débil, tan mono... tras unas semanas de deliberación, volví a llamar a Sara y le dije que quería ser el padre de su hijo, a lo que respondió con efusivas palabras de felicidad. Volvimos a quedar, en el mismo parque donde quedamos unas semanas atrás. Nos besamos, con maniobra berbiquí, lo menos cinco minutos, y después de eso, comenzamos a caminar corriendo, pues estábamos anhelantes de ver de nuevo a nuestro hijo. Ella lo sacó y me lo tendió en las manos, con cuidado. Y entonces yo lo miré, con lágrimas en los ojos, y susurré:
-Hijo mío...
A partir de aquel día empezó una bella historia de amor entre yo, Sara y Alberto. Éramos una familia feliz, la familia perfecta. Alberto se vino al piso que Sara y yo compramos a los veintidós años... Llevábamos al pequeño al parque, lo sentábamos en los columpios y lo empujábamos, lo llevábamos a cenar (pero no a pizzerías porque hubiera sido una insensibilidad, y nosotros, unos malos padres), lo llevábamos a Disney World, en una bolsa de plástico hermética y siempre atado con una baby bag a uno de nosotros... y, mientras cuidábamos a nuestro hijo a lo largo de lo que fueron años, Sara y yo desarrollábamos una pasión incendiada entre nosotros. Pero la juventud pasó, y, a la edad de treinta años, ya éramos más maduros, y decidimos llevar a Alberto a la guardería, a que empezase su educación. Lo normal era entrar a los tres años y él ya tenía quince. Curiosamente, no aceptaron a nuestro primogénito en la guardería, por lo que Sara lloró amargamente sobre mi hombro durante una semana.
-¡¡Nunca será médico!!-gritaba entre sollozos.
Y yo le daba palmaditas en el hombro. ¡Sara, mi pobre Sara! Quise consolarla. No quedaban preservativos en el botiquín, y lo hicimos por primera vez sin protección (ella desde la primera vez había insistido mucho en ese tema). Y, como era de esperar, se quedó embarazada. Por un lado, ella no quería abortar, pero por otro lado, su verdadero hijo siempre sería Alberto. Decidimos. Tendríamos el bebé humano. Pasaron nueve meses, y nació una niña llorona y roja. Cuando trasladaron a la cría a este sitio del hospital donde tienen a los bebés en cubículos, como a los oficinistas, Sara me manifestó que había sentido deseos de comerse a la cría. Yo le dije que nunca había probado carne humana, y que decían que la de bebé era la más tierna. Pero, cuando iba a ir a casa para coger cuchillos y volver, en el pasillo de la planta de maternidad me golpeó una enfermera sin querer, porque el chaval a quien había dirigido el golpe se había agachado a tiempo, y me desmayé.
Cuando me desperté, lo primero que vi fue a Sara en una silla delante de mí, con una sonrisa tierna y en un brazo, Alberto, y en el otro, la chiquilla, que todavía no habíamos decidido el nombre, o si nos la íbamos a comer. Cuando le oí decirme que me había esperado para cocinar al bebé, y preguntarme cómo deberíamos hacerlo, si al pil-pil o al escabeche, de repente desperté. Los bebés no se comían. La pizza se comía. Se me reseteó el cerebro, y recuperé la cordura. Se lo comuniqué a Sara, que se enfadó conmigo, me gritó que me había vuelto loco y me tiró a la niña al regazo. Suerte que estaba envuelta y no le pasó nada... Sara dejó a Alberto en una mesilla, sobre un delicado pañuelo blanco, se puso frente a mi camilla y se puso a recitarme muy furiosamente las razones por las cuales yo era un imbécil insensible que había sugerido por un instante la idea de comernos a nuestro hijo.
-No, hombre, no... si está en mal estado desde hace quince años... lo que habría que hacer sería coger y tirarla, cariño...
Sara se enfureció todavía más y se desgañitó diciéndome que cómo se me había ocurrido semejante barbaridad. Y mientras ella lo decía, vi que una enfermera entraba en silencio en la habitación, cogía los objetos desechables, entre ellos Alberto, y se los llevaba. Como Sara estaba tan desquiciada y de espaldas a la puerta, no la vio, y cuando terminó de contarme su vida, se giró, se agitó con horror y gritó angustiosa:
-¡Mi niño! ¿Dónde está mi niño?
-Mira, mujer, lo cierto es que una pizza suele durar diez minutos y la nuestra duró quince años. Vivió feliz, déjala.
Pero ella no me hizo caso, salió a trompicones de la habitación y se puso a revolver todas las basuras del hospital, buscando a su hijo querido y clamando al cielo, pidiendo piedad. Según me contaron después, viendo que no encontraba a 'su hijo', subió corriendo por las escaleras al octavo piso y se arrojó al vacío. Tan conmocionada la había dejado la muerte de su hijo... Yo todo este rato había estado con mi niña, a la que decidí llamar María, como mi madre... y a partir de aquel día cuidé a aquella criaturita con todo el amor y el cariño que pude, porque aquella era mi verdadera hija, y no un trozo de pizza malgastado por el tiempo. Cuando creció y me preguntó por su mamá, le dije que se había ido y que no volvería jamás. Y cuando creció todavía más, me preguntó por qué nunca tomábamos pizza. Tenía edad de saberlo, y le dije: 'María, hija mía, siéntate. Te voy a contar una larga historia'.

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