El escritor justiciero

Para los que quieren jaleo :). Este es un fragmento de un proyecto más grande en el que llevo trabajando meses y que ha causado la escasez de publicaciones en el blog, así como público, tenéis derecho a saber en qué he estado liado últimamente, disfrutadlo :).
El escritor justiciero I
Manuel paseaba por la calle tranquilamente. Hacía un vientecillo que refrescaba de una manera muy agradable, y le encantaba sentir la brisa a través de los huecos de la camisa. Observaba atento, cual escritor al acecho, la realidad, pero nada de lo que veía le gustaba: una rumana pidiendo (solo decía por favor, caridad en un tono lastimero que rondaba entre lo emotivo y lo ridículo), una pareja de hombres besándose, un hombre de unos cuarenta años calvo y gordo, con un delantal azul, que se rascaba entre nalgas disimuladamente antes de seguir atendiendo su puesto de comida ambulante… ¡la realidad era grotesca! ¡Qué horror era para alguien tan distinguido como nuestro escritor contemplar esta barbarie!
-¿Con qué tipo de panecillo quiere el perrito?
¡Por todos los santos, aquel tipo realmente iba a manipular comida tras haberse rascado el culo! ¡Y, sin darse cuenta de nada, una madre iba a permitir que su hijo de diez años comiese eso! Manuel Torres, héroe intelectual del pueblo, no lo podía permitir. Avanzó a zancadas hasta el lugar del delito, se plantó enfrente de los tres individuos y cogió aire:
-¡Señora! Le informo de que este hombre se ha rascado en sus partes bajas posteriores antes de ofrecerle a su hijo su producto. ¡Absténgase de comprarle sus productos, o su hijo consumirá un alimento de composición peligrosamente escatológica!
La madre, extrañada, miró al vendedor ambulante, que había terminado de preparar el perrito.
-Qu-est ce qu’il a dit?
El vendedor respondió en un francés más chapucero que el de aquella nativa que no le hiciese caso, que sería algún loco. Así lo creyó la señora, que tras ir a su monedero, completó la transacción, y el niño se puso a engullir aquella delicia callejera con suma felicidad. Cuando se hubo alejado la señora, el vendedor le dijo a Manuel en un tono ronco y áspero y en un perfecto español de Madrid que le dejase en paz, que estaba trabajando, y que no le gustaba nada la bromita. Su reacción, seguro, hubiese sido mucho más desmedida de haber sido la madre española.
-Pero, buen hombre, ¿no se da cuenta usted de que está actuando en perjuicio de la sociedad?
-Vamos a ver, amigo, si usted no se calla, este puño va a acabar en perjuicio de su cara, así que lárguese, y métase en lo suyo, y si no le gusto, pues no me compre.
-Pero su actitud…-insistió Manuel- ¡Es inmoral! ¡Le exijo que corra tras aquella madre y le pida disculpas por su actitud insolente, chabacana y desconsiderada!
-Que se calle usted, y que si no quiere que me rasque el culo, que me lo rasque usted.
Así lo intentó hacer Manuel, y acabó en el suelo con el pómulo morado.
-¿Se va a ir ya, imbécil?
-No solo desconsiderado y maleducado-masculló Manuel mientras se levantaba con dificultad-además mentiroso. Me había dado permiso para rascarle el culo, por lo que su puñetazo ha sido del todo injustificado.
-Su nacimiento sí que fue injustificado. Ahora lárguese si no quiere que llame a la policía.
-Vale.
-Que sí, pero que se largue.
-¡Que sí, que le estaba diciendo adiós, caray! ¡Ya me voy, inculto!

A Manuel no le gustaba la policía, porque te castigaba por querer vivir la vida como tu sentido de la felicidad te dijese, y además, a él le castigarían seguro, así que se despidió así de este hombre y prosiguió su paseo. En cierta manera sentía cierta satisfacción por haberse puesto al servicio de la justicia, por haber intentado luchar contra la tontería, el mal… Estaba decidido. Aquel día haría otra buena obra, ¡vaya que sí! 

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