El templo del Mal


El templo del Mal
No se sabe hace cuánto tiempo, alguien eliminó la noción del Mal en toda la humanidad, y a partir de ahí todo fue extremadamente bien. En esta época en la que vivo, no hay crímenes, ni catástrofes ecológicas, ni hambre, ni pobreza. En este mundo perfecto que hace siglos solo se podía imaginar en las películas o en los libros los seres humanos somos bondadosos todos con todos, y nadie conoce el concepto de 'mal'. Yo mismo no sabía que existía hasta que entré en la Vieja Comisaría. La Vieja Comisaría es un edificio abandonado en los tiempos en los que el Mal desapareció, pues, con la ausencia de los crímenes, perdió por completo su función, al igual que las cárceles o los reformatorios para menores de edad; algunos de estos edificios fueron reconvertidos en tiendas, o bloques de viviendas, pero nadie supo darle un nuevo uso a la Vieja Comisaría y allí se quedó, abandonada.
Mi amigo Lucas y yo, Alex, estábamos jugando por la calle cuando de repente nos vimos enfrente de la Vieja Comisaría, aquel edificio en medio de la ciudad del que no habíamos visto nunca entrar o salir a nadie. No nos hubiera llamado la atención, de no ser porque nos fijamos en una ventana rota a través de la que podía pasarse al interior. No lo dudamos y decidimos pasar. No sabíamos lo que era una comisaría, no sabíamos lo que era el Mal, y no sabíamos que lo que estábamos haciendo era la peor cosa que se podía hacer en este momento. Tras investigar un rato, abrimos un cajón y dispusimos sobre una mesa los papeles que había dentro. Ambos vomitamos cuando vimos la primera foto de un cuerpo asesinado que habíamos visto en nuestra vida. Se llamaba Cody McClaude, y su verdugo le había hecho marcas de hachazos por todo el cuerpo, hasta dejar el hacha clavado en  la mitad de la frente. Lucas y yo estábamos horrorizados, y además, el vómito olía horrible, así que nos fuimos de aquel lugar, y  prometimos no contar jamás a nadie lo que hicimos aquella tarde.
Yo no podía dejar de pensar en Cody McClaude por un segundo. No había visto nada similar en mi vida, y quería saber más sobre ello. Pero a mis padres no les hubiera gustado nada saber de mi curiosidad por un cadáver... lo llevé en secreto, durante muchos años, pero, cada vez que veía sangre, inevitablemente me acordaba de aquella foto, aquella maldita foto... cada féretro, cada cuchillo con filo destelleante, cada hachazo que mi padre descargaba sobre la leña para cortarla... tras unos años, no pude resistirlo más, y volví, solo, a la Vieja Comisaría.
El hueco por el que habíamos pasado Lucas y yo seguía intacto, después de tantos años, y me metí dentro de nuevo. Ya no olía casi nada a vómito, pero los papeles que dejamos sobre la mesa estaban muy roídos y tenían mucho polvo. Los cogí uno por uno con cuidado y les soplé, para quitarles el polvo. Vi la foto de nuevo. Rojo y color carne amarillento, que sintonía de colores tan extraña. Comencé a estudiar el caso. Por qué lo habían matado. Quién lo había hecho. Cuándo, dónde lo había hecho, y qué pruebas le habían permitido a la policía averiguar quién había sido el asesino. Aquello me fascinaba tanto como me desconcertaba: no había nada de eso en esta época, al contrario de en épocas pasadas, por lo que aparecía en los documentos.
Volvía casi todas las tardes a la Vieja Comisaría, a gozar de mi Templo del Mal, a estudiar crímenes, cómo resolverlos, cómo disparar, cómo poder deducir si una persona estaba diciendo la verdad o no y un montón de cosas más. Cuando me hube dado cuenta, sabía tanto de criminología como un inspector de policía. Para entretenerme, buscaba casos sin resolver, e imaginaba respuestas, ¡y a veces las encontraba! Y fui cogiendo experiencia con los años. Más y más experiencia. Y me volví un experto en el mundo del crimen, en un mundo donde no tenía sentido. Pero los crímenes tenían sentido. ¿Qué debería hacer, pues? Había descubierto que el Mal era una fuerza lógica que habitaba en la Humanidad. Ciertamente era mejor este mundo, pero ¿acaso no era antinatural? Todos buenos, todos buenos, todos buenos. Me daba la impresión de que los seres humanos nos habíamos convertido en máquinas programadas para hacer el bien, y que habíamos perdido la libertad. Y comenzó mi gran dilema: ¿dejar el mundo como estaba, o sembrar la duda en la sociedad, para resucitar el Mal de la humanidad?

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